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Una historia de mi cuadra


"Todo lo que supe sobre mis amigos, 
sobre lo que tenía qué hacer y qué no hacer,
sobre lo importante y lo trivial de la vida,
lo aprendí jugando a la pelota".
Sergio Olguín. Lanús.

Si bien vivíamos a tres cuadras de la plaza algunas de las viejas del barrio decían “me voy p’al pueblo” cuando iban a algún negocio en las cercanías de la Plaza Pereyra.


La cuadra estaba poblada pero no tanto como lo estaría luego, aunque muchísimo más de lo que está hoy.

En la vereda de enfrente, un caserón viejo y alto, de ladrillos asentados en barro, la casa de Marimón, vivían dos familias: los Palavecino adelante, y atrás los Magdaleno. Ahí nomás sumábamos siete pibes, entre chicas y chicos. Cruzando la Mariano J. Pereyra, en una casa más amplia pero igual de alta y también antigua, de ladrillos sin revocar, vivían los Arias, primos de los anteriores, que agregaban otros cuatro o cinco chicos al barrio.

Nosotros éramos tres, porque creo que mi hermano menor no había nacido. Los Aguado eran dos pero muy chiquitos, los Dascón  que luego sumarían tres más todavía no vivían en la casa de Di Crosta, la casa de los Diez –otros tres- todavía era del Inglés Urruti, que hacía los momos para quemar en los corsos, y los Ruiz –también tres- todavía no habían venido al barrio. Los dos Mortatti no habían nacido, ni mis primos Torres, ni los tres Vignale.

Al parecer la cuadra era todavía poco poblada: apenas llegábamos a ser unos quince chicos en poco más de 120 metros de longitud. Unos pocos años después algunos se irían a otros barrios, perderíamos 12, pero entre nacimientos y mudanzas, alcanzaríamos la suma de 27 pibes en una sola cuadra.

Y no estoy contando los Dris, de a la vuelta, ni al Beto Pucci, ni a los Kessler -que eran tres, un poco más chicos, pero no tanto-, ni a mis primos Padín -que eran más grandes-, ni a los siete Bedecarras que vendrían a la casa que había sido de mi abuela.

Éramos 27 en una sola cuadra, una cuadra joven, donde los padres de esos 27 tenían seguramente menos edad de la que yo tengo ahora. Hablando de ahora, año 2018,  en esos mismos 120 metros, apenas viven hoy apenas dos chicos de menos de 18 años, digo para que se vea cómo se envejeció el barrio.

La densidad del piberío se complementaba con la amplitud de los espacios: un buen terreno para canchita de fútbol, con pastizal detrás que servía para la escondida, y la quinta del Negro Urruti que combinaba alambrado (al que no te podía pescar saltándolo) con un cañaveral interesante para afanar cañas. Era época del barrilete casero, hecho con cañas, hilo y papel, así que el cañaveral del Negro sufría continuos ataques, de nosotros y de otros que caían de distintos lugares del pueblo a cometer el delito. Para el Negro la culpa era siempre nuestra, pero no decía mucho, ni nos importaba mucho lo que dijera. Él debía tener presente que en determinado momento del año, el cañaveral enflaquecería. Ya tendría tiempo de volver a engordar cuando la temporada de barriletes, o sea la ventosa, hubiese terminado.

Las mujeres no sé qué hacían. Aún no se estilaba que jueguen al fútbol. Lo usual era echarlas del potrero al grito de “varonera”.

“Marimacho” era un insulto también utilizado pero algo más subido de tono y agresivo, más esgrimido por sus propias madres para convencerlas de que no ejecutaran “actividades de chicos”, lo que estaba “mal visto” por aquél tiempo.

La corrección política no era un fenómeno extendido, como se ve, ni entre las madres ni entre sus hijos.

Así que las chicas jugarían en las casas, o no jugarían, no sé ni me importaba en aquél momento, cuidarían los hermanos menores. No lo tengo claro, no estaba entre mis preocupaciones saberlo. El mundo no estaba preparado para las mujeres, que ni siquiera tenían un deporte para practicar. No existía ni el hockey, ni el cestobol, ni el patinaje. Nada, era una época de mierda para las chicas, aunque los pibes no percibíamos nada de eso, por supuesto.

Nosotros jugábamos al fútbol.

La canchita estaba bien marcada, más que nada por la ausencia total de pasto en los límites del campo de juego. Se jugaba tanto que era un rectángulo de tierra negra bien apisonada. El problema era conseguir pelota. Yo solía tener una, de cascos rectangulares, colocados de a dos y pintada con los colores de Boca: dos cascos amarillos seguidos de dos cascos azules que encastraban cosidos. Había pelotas número 3, que eran las que usábamos generalmente, pero también existía la número 5, que era la gloria.

El problema estaba en la inflada: si la inflabas demasiado se ponía “dura” y los más pendejos no podíamos moverla, por falta de fortaleza física. A los grandes les gustaba dura, a los chicos, blanda. El que manejaba el inflador, mandaba, casi que determinaba el juego y sus triunfadores con la cantidad de aire que le insuflaba al balón.

Al fútbol se jugaba en todos lados: en el potrero pero también en la calle, que era entoscada y sin cordón cuneta. No sé por qué, seguramente por alguna sutileza que perdí con el paso del tiempo, pero hacíamos una distinción -tal vez dictada por la cantidad de jugadores o por el tipo de juego elegido- que hacía que a veces se jugara “a la pelota”, como le decíamos, en el potrero y otras veces en la calle.

Un tercer espacio futbolístico era la vereda propiamente dicha, se hacía un arco imaginario que tenía por poste la planta, de un lado, y la pared de la vivienda, del otro. Allí se jugaba “a la cabeceada”. Eso era, por supuesto, cuando la deserción era mayoritaria y apenas había dos o tres jugadores, generalmente de noche, aunque la iluminación del barrio no abundaba. Apenas había luz de mercurio sobre la Av. San Martín y un foquito loco en el medio de la intersección de la calle Mariano J. Pereyra y Julio A. Costa.

Nosotros vivíamos sobre la Julio A. Costa pero un día pasamos a domiciliarnos en calle Benito E. Martínez. No fue una mudanza masiva, pero se ve que a los del gobierno les resultó más importante el tal Martínez que el tal Costa, entonces nuestra calle que estaba más cerca del centro se llamó Martínez y la Costa paso a ser una que estaba cuatro cuadras más hacia las afueras.

Desconozco quién sería don Julio A. Costa, pero fue evidentemente degradado. Martínez había sido senador provincial, caudillo local del Partido Conservador, lo que seguramente explica la instalación de su nombre en una calle más cercana al centro de la ciudad.

Así que de un día para el otro debimos decir en la escuela que ya no vivíamos en la Costa, y que ahora nos domiciliábamos en la Martínez, lo cual implicó hacer el trámite de cambio de domicilio en el Registro Civil sin necesidad de mudanza alguna.

Un poco fastidiosa la cosa, una calle larga y bastante poblada, cambia de nombre y todos sus habitantes deben realizar el molesto trámite de “cambio de domicilio” sin haberse movido un ápice de su casa. La medida fue criticada, pero no mucho. Ni sé quién estaba en el gobierno, pero seguramente era durante la dictadura, así que los viejos habrán puteado, pero en su casa.

Antes, por falta de Facebook, cuando se puteaba era en la propia casa.

No había oficina de atención al consumidor donde plantar el reclamo ni mucho menos Concejo Deliberante, para visitar a los concejales e increparlos por las molestias causadas.

Rápido nos acostumbramos.

La vida transcurría en esa cuadra, tendríamos entre seis y doce años, íbamos a la Escuela 1, que quedaba lejos: a tres cuadras.

Se supone que nos darían deberes. No los recuerdo. Imagino que los haría, porque pasaba de grado, pero está visto que no constituía un asunto importante. Lo esencial era volver para jugar a la pelota, hasta que no se viera. La frontera entre el día y la noche no se cruzaba automáticamente, había que consensuar entre todos los jugadores cuándo ya no se veía: los que iban ganando preferían decir que ya era de noche, y los que perdían aseguraban que la pelota todavía se veía con claridad meridiana. Mientras se llegaba al consenso se jugaba fútbol ciego, porque la oscuridad era potente: la lucecita que colgaba del alambre de la esquina era poca cosa, lo cual no era un obstáculo para seguir jugando.

Hace poco vi un documental donde el cineasta Emir Kusturica hace una semblanza de Maradona. Diego explica que en su barrio, Fiorito, jugaban a la pelota sin verla, de noche, como nosotros. Maradona incluye, ese jugar a ciegas, como un elemento que mejoró su calidad futbolística. Dice: “imaginate jugábamos sin ver la pelota, después de día, éramos bárbaros”.

En mi cuadra también jugábamos a la pelota sin verla pero al otro día seguíamos siendo tan pataduras como en la noche anterior. Y nunca mejoramos, salvo el Tita, que era un buen puntero al estilo antiguo, de desbordar y tirar el centro.

Maradona debería entender que el juego ciego no es la explicación de su talento (capaz que lo sabe, y se hace el boludo para demostrar cierta humildad, que siempre es necesaria).

A nosotros sí nos servía: era una buena excusa para justificar nuestras chambonadas. “Si no se ve nada, que querés!!!” se excusaba el que acababa de pifiarla frente al arco desguarnecido ante los reclamos de sus compañeros.

Una tarde tuve pelota nueva. La número de 5, de Boca. Y lógico, con estreno de balón, nos agarró la noche. La oscuridad obligaba a otro tipo de juego: evitábamos los bombazos, si le pegabas fuerte la pelota podía ir a los pajonales de atrás del potrero y con la cerrazón reinante ocurrirían dos desgracias: una, se terminaba el picado; y dos, se perdía la pelota.

La lamparita de la esquina de Mariano J. Pereyra y Julio A. Costa aportaba la luz necesaria para que se adivinaran las figuras, sin posibilidad de saber si se trataba de compañeros o contrarios, lo cual se discernía con la ayuda de las voces que se reconocían en la oscuridad.

La pelota recién se veía cuando la tenías encima. Si te venía a la cara, te jeteaba, como se denominaba técnicamente al golpazo de la pelota en la jeta. Había que estar más atentos, para no cometer estupideces y para aprovechar los descuidos del rival. El juego nocturno brindaba algunas oportunidades adicionales. Es más, algunos jugaban mejor a lo oscuro. Tal vez tenían mejor vista o bien aprovechaban con más destreza lo poco que se veía.

El Julito no era de esos.

Su conocida capacidad de “levantarte la chaucha” en el fútbol diurno, se multiplicaba en la oscuridad. Podía ser que el viandazo fuera a la pelota o a tu pierna, sin mala intención hay que decirlo. Lo segundo era notablemente más destructivo que lo primero, y más frecuente. Esa noche, con la pelota de Boca nueva, estuvo preciso: le acertó al balón, que se elevó y rápidamente salió del campo visual ayudado por la oscuridad reinante.

Todo lo que sube, baja… dicen.

No fue el caso.

La vimos subir pero no caer. Al menos no cayó dentro del potrero. Las protestas no tardaron en elevarse: “pero loco la tiraste a la mierda”. Alguno agarró el pullover que hacía de arco y rajó a su casa. Otros, más solidarios, empezaron a buscar el balón. En media manzana de pajonales no era faena sencilla. Desertamos de a poco, con la promesa de seguir buscando al día siguiente, cuando la luz del día facilitara la tarea.

Eso hicimos. Con la luz del sol era más sencillo, pero tampoco la encontramos. Supimos que la número 5 no estaba, la única explicación válida era que algún vivo había llegado a buscarla más temprano, sabiendo que se había perdido, la encontró y se la choreó.

Única explicación posible. ¿Qué otra cosa podría haber pasado?
Eso instalaba un manto de sospechas: el chorro tenía que ser uno de los jugadores de la noche anterior, uno que sabía. O un hermano de los jugadores nocturnos.

Esa hipótesis, la única plausible, obligaba a mirarnos de reojo.

Unos diez días después se esclareció el hecho.

La realidad, en ocasiones, es más llana que nuestras especulaciones: el bombazo que se elevó en los aires aterrizo en el excusado de la casa más cercana. Un excusado a la antigua, el típico baño al fondo. Sólo que éste, no tenía techo. Es más, casi no tenía paredes: se levantaban las cuatro paredes hasta una altura suficiente para tapar las intimidades del ocupante, pero no su cabeza. Cuando el usuario era hombre, se alcanzaba a ver su torso por encima de los ladrillos sin revocar. Así que el balón, le acertó al excusado, rebotó en las paredes a medio levantar y fue a parar al único lugar posible: el agujero del pozo.

Ahí quedó hasta que alguien la vio.

¿Quién la encontró? ¿Qué hacía mirando hacia el fondo de un pozo cargado de mierda? ¿Cómo la pescó para recuperarla? ¿A quién le tocó la tarea de limpieza de la número 5?

Tanto no recuerdo.

Pero sí recuerdo la alegría de volver a tener pelota, el nuevo picado con algo de suspicacias respecto del esférico por su tiempo de permanencia entre las suciedades del pozo y el alivio de saber que ninguno se la había choreado.

No era necesario mirar a nadie de reojo, así que volvimos a la única tarea importante de nuestra existencia: jugar a la pelota.


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