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Su Señoría necesita que le dé algo...

Un cuento con jueces, empresarios y cuadernos Gloria, pero sin Justicia...


Es lógico, el pibe no quiere quedar mal conmigo. Lo entiendo. Se esfuerza en justificarse: que son órdenes del Juzgado, que él es un simple guardiacárcel, que no puede hacer nada porque así lo ordenó el Juez…
            -Quedate tranquilo que entiendo todo –lo tranquilizo, mientras me suben a la combi de traslado.
El que me puso las esposas también lo hizo como disculpándose. Ellos no quieren, no están acostumbrados a tener gente así acá. No saben cómo tratarnos, y menos con éstas cosas.
¿Cuánto tarda la combi desde Ezeiza hasta el Juzgado? ¿20 minutos? ¿Media hora? Como mucho, cuarenta y cinco minutos. Pero nos mueven a las dos de la mañana.  Me van a poner con un narco y un par de pendejos faloperos que limpiaron a uno en una entradera, me la juego. Te sientan en esta combi de mierda, incómoda como la puta madre, estoy demasiado acostumbrado a mi Mercedes.
Piensan que se me va a paspar el culo, que voy a aflojar si se me paspa.
No saben que vine de Calabria, que con lo que pasé antes de venir ya tengo el orto curtido como para que no se me paspe.
Sí, lo saben.
Saben todo. O al menos, imaginan que puedo darles lo que ellos quieren.
Ahí traen a los otros. La pifié por poco: son tres pendejos, ninguno llega a 25. Los tratan peor que a mí, pero al final los tres vamos a ir a las dos de la mañana, encerrados en esta jaula, a esperar que un juez nos tome declaración dentro de ocho o diez horas.
            -¿Qué onda, abuelo? –saluda, el más lanzado, los otros dos ni bola dan, suben y se sientan sin decir palabra.
Los pendejos no tienen problemas, duermen, en esta combi de mierda y esposados, pero duermen igual. Tengo 80, ya no duermo ni en un sommier queen size, mirá si voy a dormir en esta jaula, que se mueve como una batidora.
En media hora estamos en Tribunales, ni las dos y media. Es para hincharme las pelotas que el Juez me manda a buscar tan temprano, me está ablandando. A mí, justo a mí, se equivoca tengo el cuero grueso, sabe todo menos eso este hijo de puta.
*     *     *
-Ponelos en la 4 –me ordena el oficial a cargo de la Alcaidía.
-Jefe, es un tipo de guita, un empresario, cómo lo voy a poner con la mersa de la 4? –le respondo.
-Es orden del juez, no jodas, Garmendia, hacé lo que te digo –me manda, no quiere aguantar al secretario del juez si se llega a enterar que incumple una orden, así que la cumple.
Lo llevo a la 4, entonces. Hay unos ocho tipos amontonados, un par de transas, los pendejos de las entraderas. Ponés un tipo bien en esa celda, lo dejás cinco horas y te declara cualquier cosa, más si es viejo, como éste.
*     *     *
Nos vimos en un par de cócteles en la Embajada. Un tipo amable, educado pese a su desaliño, nunca pensé que iba a hacer esto. Cuando me hacen pasar a su despacho, está sentado detrás del escritorio, escribe algo en una computadora. Su secretario, entra conmigo y mi custodia. Pide que me saquen las esposas, recién ahí Su Señoría me mira, ofrece asiento sin levantarse del suyo, ni saluda.
Ya no parece el tipo amable de los cócteles en la Embajada.
Por teléfono pide un café, en menos de medio minuto un mozo entra y se lo sirve. Le ofrece uno al secretario. A mí, no. Con lo bien que me vendría un café, él lo sabe, por eso no me lo ofrece.
            -Que olor a meada tenés –me habla a mí pero mira a su secretario- ¿dónde lo pusieron? No olías así desde que viniste de Calabria…
No demuestra interés en lo que pueda decirle, o sí… si coincide con lo que quiere oír. Se toma su tiempo. No sé qué es más insalubre, si la celda mugrienta con olor a meada o escuchar a Su Señoría.
            -Hace unos años leí una noticia que me impactó: dos pibes subieron al Aconcagua –cuenta.
El escritorio está poblado de expedientes, cosidos con hilo. Montañas, tres o cuatro pilas de unos diez expedientes cada una, en el piso también hay. La pared trasera está cubierta con una biblioteca de caoba, oscura, del mismo tono que el escritorio, repleta de libros de derecho, bien encuadernados.
Lo escucho contar la anécdota, el secretario lo mira semi-embelesado.
Típico alcahuete.
El juez sigue, feliz de lanzar su discurso. ¿A dónde quiere ir con la anécdota de los pibes del Aconcagua?
Miro, escucho con atención:
            -Los pibes suben, no tienen gran experiencia, pero están habituados. Escalan, hasta que uno de ellos se accidenta: cae en un pequeño precipicio, queda allá abajo, tirado. El otro baja, por supuesto. Lo socorre, pero el accidentado está hecho mierda. No hay salida, no puede subir con el otro a la rastra, no logra contactar a nadie que los ayude. ¿Me entendés? –hace una pausa para mirarme-. Solos, ahí en la ladera del Aconcagua, teniendo que tomar una decisión terrible…
Se peina la barba, canosa, con sus dedos. Demasiado descuidada. Le gusta crear el clima, disfruta tenerme ahí obligado a escuchar su anécdota, como si estuviéramos en un coctel de la Embajada, pero no, ahí estoy sólo yo de público cautivo, y el pelotudo del secretario, que lo mira embelesado.
            -Te ahorro la parte emotiva, vos sos un tano curtido –parece que por fin va a terminar su actuación-. El herido le dice a su amigo que se vaya, que él no puede seguir. Como en las películas, pero fue real, ¿me seguís? El otro tiene que tomar una decisión: lo deja, abandona a su amigo herido, o se queda, y se termina congelando ahí, con él. Una de esas decisiones de mierda que a veces hay que tomar…
Ahora entiendo cuál era la intención al contar la anécdota.
            -¿Vos qué decisión tomarías? –me pregunta, pero retóricamente, no espera una respuesta. No la doy.
            -El pibe, el sano, decidió quedarse. Se murieron los dos, los encontraron una semana después, abrazados. ¿Entendés que hay ocasiones en que las posibles decisiones son todas fuleras?
Asiento con la cabeza.
Se para y sale, concluyó su acting, ahora le toca al otro, su secretario.
*     *     *
Pulcro, bien trajeado, sin el desaliño de su jefe, la toma de la declaración corre por su cuenta. Acomoda la silla, para ver de frente al indagado al mismo tiempo que revisa sus notas. Le pregunta si pagó alguna vez retornos, coimas o conceptos similares a esos.
El empresario lo mira y responde con otra pregunta:
            -¿No tendría que estar aquí mi abogado?
            -Por supuesto, ni bien llegue lo harán pasar.
El empresario sonríe, sabe que su abogado nunca llegaría retrasado a una audiencia. Menos aún con él preso.
El secretario, modoso, pulcro en las formas, con la deformación del lenguaje propia de los abogados, recomienda. Más que recomienda, pide. Más que pide, presiona:
            -Su Señoría necesita que le dé algo.
¿Algo?
            -Como sabrá, doctor, -responde el empresario que la capta al vuelo, rápido como buen tano- las empresas de la construcción vivimos en contacto con el Estado, por ahí puedo comentarle de algunos procedimientos habituales que se han seguido en éste País durante los últimos cuarenta años…
El secretario aprovecha (en verdad, está pautado que las peticiones se hagan en ausencia del juez) que Su Señoría no está presente para brindar mayores precisiones:
            -Algo en lo que ella haya participado…
 El empresario siente en su traje el olor a meada de la celda. Está arruinado, con ese tufo no podrá volver a usarlo. Ahora, que ya fueron lo suficientemente claros, permiten que ingrese el abogado, que saluda y protesta.
Su cliente no puede estar allí sin su presencia.
El modoso secretario pide disculpas, pensó que el letrado aún no había ingresado al edificio, dice. La audiencia formal aún no comienza, no hay nada que se haya perdido, justifica.
El abogado sabe que sí, que lo sustantivo de la audiencia ya sucedió, que ahora vienen las formalidades que menos importan, la declaración en la que su cliente nada puede aportar.
            -Quiero hablar a solas con mi cliente –exige el Dr. Bustos Corrales.
            -Use la salita contigua –ofrece el secretario.
*     *     *
            -¿No lo escuchaste a Cúneo? Deciles algo y te vas a tu casa.
            -Pero me piden que la implique, tiene que ser con ella.
            -Inventá algo, después veremos cómo lo maniobramos, lo importante es que vuelvas a tu casa.
            -¿Qué digo?
            -Decí que un secretario tuyo llevó un pago al Ministerio y que al regresar, te contó que iba para arriba, no des nombres, ni precisiones. Capaz que con eso se contentan…
*     *     *
Su Señoría es un genio. El Dr. Bustos Corrales y su representado regresan al despacho. Les pregunto, tal como me indicó Su Señoría:
            -¿Tiene algo que quiera decirnos?
            -Sí –responde el empresario- pero quiero ser considerado un arrepentido
*     *     *
Cuando en el patio de los Tribunales estoy por subirme al BMW de Bustos Corrales, escucho un grito:
            -¿Te vas abuelo?
Desde la unidad de traslado en que nos trajeron los pendejos transas gritan, mirando por la mínima ventanilla enrejada.
            -Dame una tarjeta –le pido a Bustos Corrales, que no entiende pero me estira una que extrae del tarjetero que lleva en el bolsillo interno de su saco.
Me acerco a la combi, cuesta treparme para llegar hasta la ventanita, doblo la tarjeta como para que pase por el enrejado y se las entrego.
            -Ese es mi abogado, llámenlo, los va a representar sin cobrar un mango.
Yo también fui un pendejo, paria, allá en Calabria, de eso no me olvido.

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