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"Olavarría, Argentina" - Capítulo 4



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Primera parte: Olavarría, Argentina
Capítulo 4
El taxista espera tenso en el Renault 12, relojea inquieto por los espejos que nadie se acerque por detrás del vehículo. Cuando Soria se sienta en el auto dice: “por fin, estaba cagado, le tengo miedo al choreo, si tardaba un poco más me iba sin usted”.

Soria prende otro 43/70 y hace una mueca con su boca, mirando la cara del chofer por el espejo retrovisor desde el asiento trasero:
            -No será para tanto, parece un barrio tranquilo. Llevame a algún bar  –pide- que no sea cajetilla, por favor.
            -Me tendría que haber avisado que iba a estar el Gallego –se queja ofuscado el tachero.
            -¿Sí? –Soria también muestra ahora su molestia para con el conductor impertinente- No sabía que cuando uno toma un taxi tiene que avisarle al que maneja con quién va a encontrarse…

El Renault 12 retoma la ruta 226, a los cien metros dobla hacia la derecha para  meterse en calle Moreno. Soria piensa en el Gallego: todos lo conocen pero nadie desea tenerlo demasiado cerca. Deberá rastrear de dónde proviene esa  evidente mala fama. El taxista gira a la izquierda para tomar la avenida Colón, después de unas diez cuadras vuelve a girar, esta vez a la derecha, se mete por avenida Urquiza. Estaciona frente a la sede de un club, justo debajo de una escultura de una bailarina negra. Señala una confitería:
            -Ahí, puede tomar algo.

Soria extiende dos billetes de diez mil australes que se agregan a los cincuenta mil del inicio del recorrido: “te prometí diez lucas si todo salía bien, tomá, veinte, hay otras cinco luquitas si mañana me llevás a Crotto”. El tachero asiente, el pasajero es incómodo pero paga buena plata. “Te busco en la parada de la Terminal”, avisa el periodista, luego abre la puerta y, sin despedirse, sale del auto rumbo a la confitería. Mira divertido la ridícula escultura: una bailarina negra, de unos cuatro metros de altura, más propia de una favela carioca que de un club de fútbol de la pampa húmeda. “¿Cómo llegó esta acá?”, piensa, mirando la negra, de piernas larguísimas, exageradamente flacas.

No hay muchos parroquianos en la confitería de El Fortín, apenas cuatro, que charlan del próximo mundial de fútbol de Italia mientras miran la repetición de una vieja pelea de boxeo. Tan antigua que Soria de reojo advierte que unos de los contendientes es Nicolino Loche. El cantinero se acerca a la mesa donde Soria acaba de ubicarse, junto a la ventana. Nicolino danza en el televisor alrededor de su rival, esquivando con su cabeza desguarnecida las trompadas que el rival tira al aire. Los parroquianos cada tanto elogian la vista del púgil mendocino. El calor es más tolerable a ésta hora de la noche, casi la una de la madrugada. Si fuera invierno, pediría una ginebra, pero en verano la bebida dominante es la cerveza. Pregunta qué cervezas tienen, poca variedad, aún la invasión de marcas internacionales no llegó a la Argentina ni se impuso como bebida de todo momento. Elige una Quilmes Imperial, también pide un especial de jamón y queso. El cantinero regresa en un par de minutos con la botella de cerveza, un platito con maní y el sanguche en un plato de aluminio gris. Soria repasa mentalmente lo sucedido: la charla con Graciela, su silencio repentino cuando descubrió que conocía al comisario, el disgusto del tachero al ver al Gallego.

Un patrullero pasa frente a la ventana. Soria lo observa, aunque se reconoce paranoico está alerta. Piensa que Julio pudo ordenar que lo sigan. Cuando ya dio cuenta del especial de jamón y queso y de buena parte de la cerveza, el vehículo vuelve a pasar, ahora en sentido contrario. Soria confirma que no es su paranoia. Se acerca a la caja, arregla cuentas con el cantinero. Vuelve a sentarse para esperar que el coche policial se aleje lo suficiente. Cuando calcula que están varias cuadras adelante sale a la calle, corre hacia su izquierda, dobla por Dorrego. Camina lo más rápido posible, en dirección al hotel. Debe esquivar las vías del ferrocarril. A lo lejos, observa la luz azul del patrullero, corta camino por entre las vías. No hay trenes ni personas a esa hora de la noche, la caminata rápida lo hace entrar en calor, finalmente cruza las vías, sube al andén y sale por la portada de la Estación ferroviaria, ya está en la avenida Príngles.

Un camión Mercedes Benz 1114 se detiene frente a la Estación. La puerta del acompañante se abre, una mujer baja a la calle. Se acomoda la minifalda negra, elastizada, bien pegada al cuerpo. La mujer, termina de arreglarse la ropa y mira a Soria. Le sonríe. Un hombre solo en medio de la noche es un potencial cliente, piensa. Soria se da cuenta lo que ella está pensando. Se adelanta:
            -Ya no estoy para eso -saluda.

La mujer ríe. No es joven pero tampoco vieja. En todo caso, al lado de Soria es una jovencita.
            -Podría rejuvenecerte… -promete ella- No te costará caro.

Ahora el que ríe es Soria, que piensa un instante, hasta que pregunta: “¿a dónde trabajás?”.

            -Donde vos quieras, si no tenés lugar, hay un hotel acá cerca –señala la vereda de enfrente.
Soria acepta, pero no es sexo lo que busca: “te doy veinte mil australes si me contás algunas cosas de este pueblo”. La mujer asiente, piensa que es plata fácil, pero ya en el hotel, sentada en el borde de la cama, cuando escucha la primera pregunta, se arrepiente.
            -¿Lo conocés al Gallego? –dispara el periodista.

Yeny, como dijo llamarse, vuelve a estirar su minifalda, lo hace prácticamente como un tic, permanentemente estira su pollerita. Soria detecta un apenas perceptible gesto en la comisura de sus labios. “¿Qué Gallego?” responde pregunta con pregunta. Se hace la boluda advierte el periodista.
            -Sabés bien de qué Gallego te hablo…
            -Me voy, tomá la guita, no la quiero –dice la mujer, que devuelve los dos billetes.
Soria se niega. La convence, le explica que no sabe su nombre, que ni aunque quisiera podría decir quién le dio la data. Sólo quiere saber más del Gallego, al que todos los olavarrienses parecen conocer. La mujer revuelve su cartera. “Hubiera preferido que este viejo quisiera coger”, piensa. Saca una petaca, de vidrio, y toma un largo trago.
            -Es anís 8 Hermanos –le ofrece a Soria, que acepta, da un trago y la devuelve.

Guarda los billetes en su cartera, vuelve a pedir que nadie se entere de lo que va a decir:
            -Es un poronga de acá –comienza la mujer-. Era milico en el cuartel, cuando entró Alfonsín lo echaron a la mierda, maneja chicas, quiniela clandestina, presta plata y algún otro negocio. Eso es todo lo que sé.
            -¿Sabés dónde vive?
            -Tiene un chalecito en el Barrio San Vicente, cerca del golf de Estudiantes, pero él se la pasa con una mina en un departamentito de la calle Necochea, de acá tres cuadras. No sé más –insiste- ¿me puedo ir?

Soria lo permite, la libera.

La piba cambia de idea, prefiere que él se vaya primero. Esperará algunos minutos para que no los vean salir juntos. Soria acepta, pero vuelve a preguntar:
            -¿Al comisario de la segunda lo conocés?

Yeny, asiente: “de la Príngles para allá, atrás de la vía, es la zona de la segunda. Ahí manda ese comisario. Pero mi patrón no tiene arreglo con él, así que yo sólo laburo de éste lado”. Soria agradece y sale, baja las escaleras, antes de asomar a la vereda, mira a ambos lados para cerciorarse de que no haya un patrullero cerca.

No hay moros en la costa, se apresura en caminar las tres cuadras que lo separan del Rex, Siente deseos de una bebida fuerte que lo ayude a dormir, pero no puede andar demasiado en la calle, teme a los patrulleros de Julio. Son las tres de la mañana, entra al Rex, el conserje dormita con la televisión encendida: dos economistas hablan de la hiperinflación que nadie sabe cómo frenar. Pide la llave de su habitación, el tipo entre dormido se la entrega junto a un papelito amarillo con un mensaje escrito con birome azul: “te espero a las 8, en la Segunda”, firma: Julio.

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