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Primera parte: Olavarría, Argentina
Capítulo 5
La Segunda, como la llaman, es un caserón grande, antiguo
pero todavía en buenas condiciones, con techos de chapas de zinc que empiezan a
ser comidas por el óxido y ventanas blancas, de madera. En la vereda, un
pequeño mástil y un cartel con el nombre, avisan que se trata de una sede
policial, si no estuvieran parecería una casa cualquiera, una vivienda familiar.
Soria cruza el paredoncito petiso de piedra laja, abre la puerta de calle,
también de madera pintada de blanco, e ingresa.
Una milica, desde atrás de un hueco rectangular
abierto hacia una habitación, apenas lo ve atravesar el umbral, le pregunta:
-¿En
qué puedo ayudarlo?
-Busco
al comisario, me mandó a llamar.
-De
parte de… -comienza la frase la policía como para que el recién llegado la
complete.
-Soria.
La mujer desaparece hacia las oficinas, no pasan treinta
segundos cuando regresa, pide que espere un momento “por favor” y lo invita a
sentarse en un largo banco de madera. Soria no alcanza a acomodar su cuerpo
sobre la madera dura cuando ya se abre una puerta:
-¡Soria!,
pasá hombre –saluda expansivo el comisario.
Julio se sienta en su sillón de comisario, con una
bandera argentina de colores apagados por el paso del tiempo detrás, que corona
una pared repleta de cuadros y fotos, antiguos retratos de milicos viejos en
uniforme de gala y de patrulleros de tiempos idos. Las fotos en blanco y negro
le dan un aire demodé al ambiente. Ofrece una de las sillas frente al
escritorio, de madera, tapizadas con
cuerina de un tono verde militar también descolorido. No hay nada que conserve
sus colores originales en toda la oficina. Una montaña de expedientes descansan
a la izquierda del escritorio, junto al termo y el mate. Julio no pierde
tiempo, Soria agradece internamente que evite los prolegómenos:
-¿Qué
averiguaste del esfumado? –pregunta el comisario.
Soria no avanzó demasiado, pero sabe que no puede
mencionar ni sus contactos con el Gallego, ni su charla con Graciela, así que
opta por escapar con un chiste, lo chucea:
-Se
ve que las cosas cambiaron mucho… antes averiguaba la policía y los periodistas
preguntábamos, ¿ahora es al revés, comisario?
-Pensé
que compartirías tus datos con un amigo…
-Si
los tuviera, los compartiría, no tenga dudas de eso, jefe –miente Soria- pero
no supe nada nuevo, ¿Ud. tiene algo que yo no sepa?
-Nada,
amigo, a ese pibe se lo tragó la tierra.
La frase hecha sirve de despedida, el comisario
finge ocupaciones urgentes y Soria está aliviado de marcharse. Al salir, la
milica ya no se ve por la ventanilla de atención al público de la sala de
espera, Soria abre la puerta de calle, se cruza con un sargento, casi obeso, de
uniforme gastado, que intenta entrar mientras él sale. Quedan a escasos centímetros
el uno del otro mientras intentan traspasar simultáneamente el marco de la
puerta blanca. “Ojo en lo que te metés” dice el sargento, casi al oído de
Soria, que sorprendido no atina a comprender lo que acaba de escuchar.
-¿Qué?
–pregunta instintivamente.
El gordo no repite sus palabras, entra a la
comisaría y cierra la puerta detrás de sí. Soria queda desorientado, tratando
de descubrir qué le han dicho, no lo logra, pero sí percibe, por el tono, que
se trató de una amenaza.
La confitería de El Fortín no queda lejos, apenas un
par de cuadras, decide caminarlas, aún no pudo desayunar, un café con leche le
dará la energía necesaria para ordenar sus pensamientos y definir los pasos
futuros. El pibe esfumado, no fue el primero, ya había ocurrido antes con el
hijo de Graciela, tiene que seguir tirando de ese hilo, intuye que la madeja es
larga.
¿Serán los únicos? ¿A qué juega Julio, quiere
averiguar o no le interesa? ¿Y el Gallego, por qué lo ayuda a espaldas de su
amigo de toda la vida?
Las dudas aparecen a borbotones, sin orden alguno,
en la cabeza de Soria. El café con leche y las tres medialunas desaparecen
rápidamente de la mesa. Tenía más hambre del que pensaba. El cantinero es el
mismo de la noche, no hay más clientes, así que Soria tiene la oportunidad de
intentar sacarle algún dato. Primero, mira El Popular, vicio de periodista,
leer concienzudamente el diario antes que nada. No hay noticias que le
interesen, parece que Alfonsín cederá la Presidencia al Turco Menem cinco meses
antes de lo previsto.
Más por entrar en charla con el cantinero que por
deseos genuinos, Soria pide otra medialuna y un vaso con agua. Cuando el hombre
trae el pedido, pregunta:
-Me
dijeron que el Gallego sabe venir por acá… -miente.
-Sí,
pero raramente los días de semana, es más fácil que lo encuentre a la nochecita
en La Gaviota, ahí suele parar con más frecuencia –informa el tipo.
Con el estómago sin urgencias camina hasta ENTel, la
todavía estatal empresa de teléfonos: el Turco aún no asumió, pero cuando lo
haga iniciará la fiesta de privatizadora. La venta de las joyas de la abuela,
como lo calificará uno de sus colegas periodistas. Debe llamar al diario,
avisar que existe, conseguir unos mangos extras para sobrevivir unos días más y
pedir algún contacto: Yeny contó que el Gallego fue milico, de los verdes,
hasta que lo limpiaron cuando entró Alfonsín. Alguien sabrá decirle qué hacía
el Gallego en la época de los milicos y por qué le dieron el olivo. Su diario
tiene buena relación con los organismos de derechos humanos, algún compañero
conseguirá buena data.
El jefe de redacción, Sequeira, un monto de los
setentas, tira un par de nombres para rastrear información sobre los
antecedentes del Gallego. La guita que
le habilitan es escasa, vendrá en una encomienda del micro La Estrella,
escondida en el lomo de un libro, pero no alcanzará para mucho. Soria putea.
Adiós taxis y nada de endulzar informantes.
El Chivo Bianchi está sumergido en la fosa, debajo
de un Fiat 1500 que alguna vez fue blanco y ahora es amarillento por acción del
sol sobre la pintura, cuando Soria atraviesa la cortina metálica, a medio
levantar. El calor no afloja, y el sol pega de frente sobre el taller de la
calle Collinet, a metros de la avenida Pellegrini, por eso la cortina está
semibaja, a menos de dos metros del suelo. Soria se agacha para entrar al
galpón, su metro ochenta de estatura se lo exige. Bianchi emerge de la fosa ni
bien percibe que alguien entra a su taller.
-Soy
Soria, el periodista, hace un rato hablamos por teléfono.
Bianchi estira la mano, repleta de grasa, pero con
los dedos cerrados como para no ensuciar al visitante, que la estrecha,
tomándola de la muñeca. “Mucho gusto”, dice el mecánico, “¿me espera un
minuto?”.
En un banco alto un pibe de unos quince años cepilla
con gasoil unos repuestos sobre una lata redonda de dulce de batata. Bianchi le
ordena:
-Pajarito,
andá a lo de Semillosa a ver si hizo la bomba de nafta que le dejé ayer.
Pajarito asiente sin emitir palabra, se seca las
manos en un trapo ennegrecido, y rápidamente se monta en una bicicleta despintada
rumbo a lo de Semillosa. Bianchi no quiere que escuche la charla que se viene.
Es un pibe y nunca se sabe dónde va a soltar la lengua. Un compañero lo llamó
hace minutos para avisarle que hable tranquilo, Soria es de confianza. El viejo
es hosco pero no traiciona, cuida a sus fuentes tanto como a su vida, le
dijeron. Soria aún no lo sabe, Bianchi lo anoticia:
-Ya
me llamaron, dicen que usted es confiable, pero no me adelantaron de qué quiere
hablar –explica al tiempo que invita al periodista a sentarse en una banqueta
de hierro cubierta con un cuero de oveja negra que el polvillo acumulado hace marrón.
-El
Gallego –pide Soria: quiero saber quién es y por qué me tira data, me extraña
que lo haga siendo amigo del comisario de la Segunda.
-Por
qué le tira data, lo desconozco, no tengo contacto con ese hijo de puta, será
porque quiere cagar a alguien, pero no sé decirle –comienza Bianchi, se nota
que el Gallego tampoco a él le cae simpático.
La comisura de sus labios se tensa involuntariamente
cuando escucha ese apodo. Soria lo mira con atención, no toma notas, pero se
esfuerza conscientemente en grabar en su memoria todos los datos que considera
importantes. Bianchi estuvo chupado en Monte Peloni, está convencido que el
Gallego era uno de los que fueron a buscarlo a la pensión donde vivía. Tenía
veintidós años, estaba en la Escuela Industrial Luciano Fortabat pronto a
terminar el secundario, una patota lo sacó una noche de los pelos y fue a parar
al chupadero. El Gallego era uno de ellos, después le conoció la voz, ya en
democracia.
-Olavarría
es chica, hace un par de años entré a un kiosko cerca de la Municipalidad y el
tipo que pedía cigarrillos tenía la voz de uno de los hijos de puta que me
llevaron. Nunca me olvidé esas voces. Lo miré bien, después lo vi en una foto
de El Popular, en un acto del Ejército, antes de que le dieran la baja.
Soria pasea su mirada por el taller, un par de
posters de Boca Campeón de América 1977, una foto del Ford de Gradassi del año
‘74, tres almanaques de años anteriores con rubias pulposas en bolas y una imagen
de Perón viejo, cubiertas por una capa de polvo y aceite, decoran el taller.
Bianchi habla de Monte Peloni, el chupadero donde estuvo tres meses, antes de
que lo pasen a disposición del Poder Ejecutivo Nacional. Monte Peloni queda ahí
nomás: a unos veinte kilómetros del taller. Soria sabe ahora quién es el
Gallego, le falta averiguar por qué se despega de Julio, su amigo comisario.
El Pajarito regresa en su bici, Bianchi sella su
boca, Soria agradece la data y se despide.
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