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"Olavarría, Argentina" - Capítulo 2


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Parte I: Olavarría, Argentina

Capítulo 2

Julio, el comisario de la segunda, se queda en su quinta del Barrio Eucaliptus, espera a unos polis que vendrán a visitarlo. Sergio, el Gallego y Soria parten, en el 504 blanco, rumbo al centro de la ciudad.
Soria se hospeda en uno de los hoteles cercanos a la Terminal, sobre la Avenida Príngles. Vagará por allí, recorrerá las inmediaciones, preguntará a los habitués sobre el pibe esfumado, lo que se dice pescar, para ver si da con un dato suelto que lo oriente en su pesquisa.

            -¿En qué hotel para? –consulta Sergio, cuando el 504 avanza por la avenida Príngles casi en la intersección con avenida Colón, en donde en diez años después, en 1999, construirán el llamado “puente de la Colón”.

            -En el Rex –responde Soria.

Baja del auto, con la puerta aún abierta, está por despedirse, cuando el Gallego también desciende. “Me quedo acá”, avisa a Sergio, que demora un segundo más en retomar la marcha a la espera del descenso de su amigo. Soria estrecha la mano del conductor y queda, junto al Gallego, en la vereda del Hotel Rex.

            -¿Tomamos un café? –invita el Gallego cuando el remisero ya se puso en movimiento y no puede escucharlos.

Soria percibe que quiere hablar, así que acepta. Cruzan la avenida en dirección a la confitería de la terminal, traspasan las puertas de aluminio gris y vidrio, eligen una mesa apartada y se sientan. Piden dos cafés exprés, que el mozo trae. Hay poco movimiento a ese horario de la tarde: aún son horas de la siesta de un caluroso día de febrero. La confitería está desierta, el mozo aburrido mira la televisión, el de atrás del mostrador ordena botellas en la heladera, un viajero espera que llegue su ómnibus, con un bolso negro sobre una silla y una coca cola a medio tomar sobre la mesa.

            -Julio sabe más de lo que dice –suelta el Gallego sin detenerse en prolegómenos.

Soria no se sorprende de la afirmación. Él piensa lo mismo, pero le extraña que justamente el Gallego, amigo íntimo del comisario, se lo diga a un periodista. El altavoz anuncia la partida de un “servicio de la empresa El Rápido, de la hora quince, con destino a Tandil”, el hombre de la mesa cercana toma de un trago el resto de coca cola que quedaba en el vaso, levanta el bolso negro y sale.

            -No es el único pibe que se esfumó acá –agrega.

Dice que hay más, al menos otro. Soria, aún receloso de la información que el Gallego le tira, pide datos, quiere hablar con las familias.

            -Con la madre de uno tengo confianza, es también una amiga de la infancia, voy a tantear a ver si te quieren recibir –promete el Gallego.

            -¿Cómo hablo con los padres del pibe del micro? –insiste el periodista.

            -No están acá, eran gente grande sin más familia, volvieron a su pueblo –responde el Gallego.

            -¿Qué pueblo es?

            -Un pueblito chico, Crotto se llama, está a 50 km de acá –explica el Gallego.

            -Voy a ir a verlos.

            -No va a conseguir mucho, son viejos y están hechos mierda, imaginate que la desaparición del pibe los dejó en la lona.

            -Igual voy a ir, no puedo escribir sobre el tema sin verlos a ellos, son las personas a las que no puedo evitar entrevistar, aunque tengan poco para aportar –insiste Soria- ¿Cómo los encuentro?

            -Preguntá por los viejitos Domínguez, los vas a encontrar fácil, Crotto es muy chiquito.

Un par de milicos se asoman, distraídos, por entre las mesas de la confitería. El Gallego se inquieta, llama al mozo, quiere irse antes de que lo vean, Soria, canchero, advierte la situación:

            -Andá, yo pago –lo ataja- Si tenés algo más, llamame al Rex.

El Gallego estrecha la mano de Soria y sale a la carrera, tratando de evitar a los policías que garronean una coca en la barra. Soria llama al mozo, que se acerca con paso cansino como administrando las energías, pregunta lo que adeuda y hace un comentario distraído sobre el calor reinante. El mozo responde, muestra ganas de hablar, a falta de mejor tarea. El ventilador de techo está demasiado alto para cumplir su función de refrigerar el ambiente. Soria, una vez establecida la charla, cuenta que es periodista, de un diario de Buenos Aires. El mozo lo mira interesado, Soria agrega que busca información sobre el pibe desaparecido en el micro de La Estrella. El mozo explica que no sabe nada, no estaba trabajando en el momento del hecho, se enteró después por comentarios de compañeros, pero nada sabe de primera mano.

            -Si el Gallego no supo decirle nada –se excusa- yo menos.

            -¿Conocés al Gallego?

Instantáneamente el mozo se arrepiente, acaba de hablar de más. Se concentra en sacar los billetes correctos de una billetera de cuerina negra con el logo de Coca Cola en letras blancas para dar el vuelto. Soria percibe el nerviosismo e insiste: “¿lo conocés?” pero el mozo perdió todo interés de charlar luego de su desliz.

            -Olavarría es una ciudad chica, nos conocemos todos –dice ahora parco mientras  estira la mano con dos billetes hacia Soria y, ni bien éste los toma, emprende la retirada con la voluntad de clausurar todo diálogo posible.

Soria también se marcha, pero en lugar de salir hacia la avenida por la puerta del buffet, elige transitar la zona de boleterías. Camina entre las hileras de sillas de la sala de espera para salir hacia los andenes, los ve desiertos así que cambia de rumbo hacia una de las puertas del frente. El sol pega directamente sobre la vereda, no hay nadie, ni siquiera taxistas esperando pasajeros. Nadie con quien hablar del pibe esfumado. Mira hacia la estación de trenes, también deshabitada, entonces vuelve a cruzar la avenida Príngles en dirección hacia el Rex. Todavía tiene que registrarse, después aprovechará a refrescarse con un baño tibio e intentará, ya fresquito, dormir una hora de siesta, su cuerpo se lo reclama.

A las siete de la tarde todavía el calor aprieta, Soria abre la ventana. Al menos el sol ya no entra por ella, una leve brisa mejora algo el clima interior de la habitación. Un televisor de 14 pulgadas, colgado de la pared con un soporte, y un armario de fórmica blanca, además de la cama de una plaza, con sábanas blancas amarillentas y un cubrecama Palette rojo desteñido por los años de uso, junto con una pequeña mesa de luz, son los únicos muebles del cuarto.

Soria, desde la cama, trata de encender el televisor con el control remoto, pero es inútil, por más que presione con fuerza las pequeñas teclas, no funciona. Se para y lo hace manualmente, pasa canales buscando algo que lo entretenga un rato más, la temperatura todavía supera los treinta grados. No está como para salir a rodar por la calle.

Cuando por fin se decide a salir, entrega la llave en la conserjería del Hotel, se la recibe un hombre que le extiende un mensaje: “esto es para Usted.”. Un papel blanco doblado en dos anuncia que alguien apenas identificado con la letra “G” llamó telefónicamente al hotel para dejarle un mensaje: “a las 23 horas en las caballerizas”.

            -¿No dijo su nombre? –pregunta Soria, aunque la G indica claramente que el firmante es el Gallego.

            -Acabo de entrar al turno, no estaba en el momento del llamado –se excusa el conserje.

            -¿Dónde quedan las caballerizas? –vuelve a preguntar Soria.

El conserje piensa durante un segundo, seguramente hay varias caballerizas en Olavarría, una ciudad de cemento, pero instaurada en plena pampa húmeda, donde comienza el sistema serrano de Tandilia, que termina justo en el océano Atlántico, en el Cabo Corrientes, en Mar del Plata.

            -En el barrio Isaura hay unas caballerizas abandonadas hace muchos años, alguna gente las tomó, varías familias viven ahí, por son esas –informa el hombre-. Le convendría tomar un remís, es lejos de acá, tiene por lo menos cinco kilómetros.

Hasta las once de la noche faltan casi cuatro horas, el calor todavía molesta, caminará luego. Vuelve a cruzar hacia la confitería de la terminal, el mozo ya no es el mismo. Pide un vaso de vino blanco, le traen un Termidor bien frío y un pequeño recipiente de plástico verde con hielo. Ocupa una mesa desde donde puede observar no sólo la confitería sino también la amplia sala de espera y, a través de los vidrios, alcanza a ver algo de los andenes. Hay más concurrencia que a la hora de la siesta, el altavoz anuncia que el micro El Serrano sale hacia Sierras Bayas, un grupo de personas se amontona frente al vehículo para subir cuánto antes y conseguir viajar sentado.

La sala de espera tiene unas diez hileras de butacas, construidas con estructuras de hierro negro y asientos y respaldares de fórmica, color marrón clarito, casi crema. Algunos esperan el micro que los llevará a otro lugar, otros descansan allí, se ve que son habituales parroquianos que pasan largas horas en el lugar: se conocen, hablan, bromean entre ellos. Sus ropas gastadas,  el calzado deteriorado, los delatan. Uno duerme la siesta, recostado sobre el incómodo asiento, ajeno a todo el bullicio del lugar.
Soria no tiene apuro. Escribe frases sueltas en su anotador de periodista: “viejito de campera marrón”, “mozo de bigotes”. Apunta frases sueltas para identificar a los parroquianos,  recordarlos por, si es necesario, luego hablar con ellos en busca de datos sobre el pibe esfumado.

El Termidor blanco es difícil, pero refrescante, pide otro. El mozo de éste turno es parco, no logra que entre en conversación, sirve el vino, renueva el recipiente con hielo y se marcha en silencio. Un par de chicas, aunque no tanto porque superan holgadamente los cuarenta, entran y salen reiteradamente del hall. Soria no tiene más que verlas para darse cuenta de que changuean en la zona, seguramente sobre la avenida Príngles. Lo registra en su anotador: si hablaran, tal vez entregarían algún dato interesante. Vagabundos, cirujas, putas, taxistas, basureros… los que andan en la noche, miran, generalmente no dicen, pero siempre saben.

El reloj de pared, una publicidad de café Cabrales, que asoma entre las botellas del buffet marca las veintidós. Soria lo contrasta con su Casio de pulsera. Minutos más, minutos menos, falta una hora para la cita en las caballerizas. Quiere llegar temprano. Paga los vinos, cruza el hall de la terminal registrando en su memoria las caras de los que siguen ahí. Quizás hable con ellos al regreso. En la calle, está todo más animado, la noche es clara. Tres taxistas charlan de fútbol en la vereda, al verlo, el primero de la fila le ofrece “coche”. Soria acepta. Se sienta en un Renault 12 TL, de color blanco. Los taxis no tienen un color uniforme: detrás del Renault, hay un Fiat Duna azul y el último de la fila es un Gacel verde metalizado. Los tres llevan un calco en la parte superior del parabrisas delantero, que en letras negras sobre un fondo amarillo, anuncia: “taxi”.

            -A las caballerizas del Barrio Isaura –Soria indica el destino.

            -No, a ésta hora no voy ahí, no quiero que me choreen –se niega el taxista, contrariado.

Soria tiene prevista la respuesta, imaginaba que las caballerizas en plena noche no eran el destino soñado por un conductor de taxis. Saca de su billetera un billete verduzco, con la cara de Luis Sáenz Peña, cincuenta mil australes, y lo estira doblado en dos hacia el chofer. El tipo sabe que no podrá hacer cincuenta mil pesos ni trabajando a destajo toda la noche, es una oferta tentadora en tiempos de inflación descontrolada. Soria mejora la oferta:

            -Estos cincuenta mil por una hora y a la vuelta, si todo sale bien, le agrego otros diez mil.

El taxista acepta. Son tiempos de vacas raquíticas, el Presidente Alfonsín acaba de decretar la economía de guerra, no queda otra que arriesgarse. Enfilan por la Príngles, hasta la ruta 226, doblan hacia la izquierda, hasta ver la estación de servicio que da nombre al barrio: Isaura. El taxista toma por calle Rivadavia, que a esa altura es de tierra, dos cuadras y vuelve a girar a la izquierda, otros cien metros y frena.

            -Es ahí –señala.


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