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Esos


Cuento.

“A qué hora llegás?” el mensaje sale de su iPhone, blanco, impecable, pero no recibe respuesta, apenas las dos tildes se pintan de celeste, lo que significa que Ernesto, su esposo, lo acaba de leer. Pero no se molesta en responder.

Nunca se molesta en responder.

A ella le preocupa que la carne está en el horno, pasándose. Berta, su doméstica, le dio precisas indicaciones de cuánto tiempo debía estar al fuego. Ese tiempo ya está excedido. La carne va a secarse, piensa ella. Berta, su doméstica, fue clara.

Le dice “doméstica”, ni empleada ni “chica-que-trabaja-en-casa”. Le dice doméstica, sin el verbo “trabajadora”, sólo el adjetivo.

Su iPhone suena. No es Ernesto, lo sabe con sólo escuchar el sonido de la notificación. Ernesto, Nico y su madre tienen ringtones especiales, el whatsapp que acaba de entrar no es de ninguno de ellos. Mira el celular: es una de las chicas del grupo “chicas”: “Qué les parece?” pregunta Mercedes y a los pocos segundos llega la foto de un vestido. Ella sufre porque la carne sigue en el horno y no sabe qué hacer. No contesta la consulta de Mercedes, pero las otras sí. Una catarata de mensajes de respuesta inunda su iPhone. Entonces ella también responde con un iconito positivo, no vio bien el vestido, ni siquiera alcanzó a detectar la marca, pero todas responden. Ella también.

Ernesto llegará cuando la carne esté reseca. Lo bueno es que no le importará mucho, está a dieta. Probará dos bocados, pondrá en la tele un programa político o uno de deportes, tomará un vaso de vino y se irá a dormir.

¿Hay algo –fuera de su empresa y los negocios- que le importe mucho a Ernesto?

Merce, luego de la catarata de iconitos alegres de sus amigas, vuelve a escribir: “gracias, lo comproooo”, agregando a la escritura varias “o” como para enfatizar la decisión.

Enciende la tele de la cocina, pasa los canales, ninguno la convence. A falta de mejores opciones elige el que muestra a una modelo veterana que entrevista a una escritora. No la conoce, menos aún leyó alguno de sus libros. A la modelo sí, la recuerda de los tiempos en que hacía pasarela. La escritora habla de su última obra, un policial donde se mezcla la droga, el delito y la marginalidad.

Retira la fuente con carne del horno, mientras sigue escuchando. La escritora y su entrevistadora hablan de droga y marginalidad como si fueran palabras adheridas: si mencionan una inmediatamente aparece la otra. Casi que son la misma cosa, pensaría quien las escuche.

Ella las escucha.

Droga es marginalidad.

Ernesto entra a la casa, tira su portafolio de cuero sobre el sillón blanco del living, la saluda con un beso distraído en la mejilla y se sienta en una de las sillas del comedor diario. Toma el control remoto, no pregunta si está mirando algo ni pide permiso: cambia de canal. Pone un programa político donde hablan del dólar imparable, se concentra en eso, mientras come los dos bocados de la carne sequita que ella sirve. Ni siquiera quiere vino, sólo un vaso de agua con gas.

-Nico… ¿sabés algo de Nico? –pregunta ella.
-Nada –responde Ernesto-. Escribile –sugiere como diciendo “no-me-hinchés-que-estoy-mirando-lo-del-dólar”.

“¿Qué hacés?” pregunta desde el whatsapp su madre. Nico, raramente, responde con rapidez: “estudio”. “¿Comiste?”, pregunta ella; “sí, mamá, no jodas” responde él. “Te dejo estudiar entonces, beso” cierra ella la charla para no interrumpir el estudio de su hijo.

Nico recuerda que hace unas horas tomó su último comprimido de Adderal, así que vuelve a la charla con su madre: “¿volvió el médico?”. Ella responde rápidamente: “no, está en Miami hasta la semana que viene”.

“¿Qué te pasa? ¿te duele algo?” pregunta, ansiosa.

“No me queda Adderal y tengo exámenes” responde él, ansioso también.

Sabe que sin Adderal presentarse a examen es una pérdida de tiempo.

Sin Adderal sos un desajustado, no encajás.

Ella quiere que su hijo encaje, todas quieren que sus hijos encajen.

¿Está mal querer que tu hijo encaje?

Por eso todos lo usan. Aunque sólo algunos, como él, tienen la suerte de conseguirlo con receta. A Nico le diagnosticaron TDA ni bien empezó la primaria, pero otros deben pagar caro para conseguir unas pocas de esas mágicas pastillitas. Sin ellas, no hay carrera, ni profesión futura, ni éxito en la vida.

Sin Adderal no hay futuro.

Ella escribe en el grupo “chicas”: “alguna tiene una caja de Adderal para prestarme por unos días?”. Grace, que tiene los nenes en la primaria, le responde por privado: “tengo una de Martincito, pasá mañana a buscarla”.

Alivio.

“Nico ya está, Grace me presta una caja de veinte” informa desde su iPhone blanco. “Gracias, Ma” es la respuesta de Nico.

Alivio.

Una caja de 20 comprimidos: 10 para los exámenes, otros 10 para la venta. Es solidario: los que consiguen el Adderal con receta deben colaborar con los que no tienen esa suerte. Publica en el grupo de compañeros de la facu: “tengo 10”. No es necesario decir más. Todos saben de qué habla.

El iPhone de Nico vibra. Sebastián quiere 5. María, 3. Le quedan apenas 2 para la venta. Nico, resuelto su problema, decide estudiar durante toda la noche. El Adderal hace eso. Las neuronas se agilizan, los conceptos se fijan con una rapidez asombrosa. Le presta la velocidad de los relámpagos, una Ferrari que avanza sobre el piso llano de una avenida desierta. Nico estudia toda la noche, no necesita dormir.

El éxito requiere de sacrificios, el Adderal los hace menos sacrificados.

Nico no necesita dormir.

Su madre sí.

Pero no siempre puede.

Hoy se acuesta feliz, acaba de solucionar el problema de su hijo. Pero igual toma su Valium, por las dudas, no quiere pasar una noche en vela. Dos miligramos le dan un sueño profundo. Toda la noche de un tirón, no se entera de nada. Ni de sus sueños, ¿para qué quiere soñar? Además ya no recuerda como es dormir sin Valium, si hace 23 años que lo toma.

Cuando despierta de su sueño-valium Ernesto ya no está.

Un papelito amarillo, autoadhesivo, de los que se usan para anotar pequeñas cosas, pegado a la heladera avisa: “no me esperes. Vuelvo tarde”. Ella juzga inútil el aviso, siempre vuelve tarde.

Las nueve, se prepara para el gym. Las chicas del grupo “chicas” están en silencio. Todas estarán como ella: se preparan para el gimnasio, desayunan o regresan de dejar a los chicos en la escuela.

Nico está despierto. Sebastián, desde su Samsung Galaxy S9, le recuerda: “no t olvides”. Nico, con el déficit atencional diagnosticado no necesita comprar pastillas sueltas, consigue las cajas completas, y hasta se hace unos mangos vendiendo las que no usa. “A la tarde están” responde Nico.

Sebastián es buen tipo, pero un poco pelotudo, piensa Nico. Paga por el Adderal más de lo que vale, vive comprando unas pocas pastillitas que no le alcanzan para nada. A veces ni puede presentarse a los exámenes porque no siempre las consigue. Nico está podrido de decirle: “hacete diagnosticar TDA, boludo”. Sebastián no se anima. “Decile a tu vieja, que te acompañe al médico, decile que no podés concentrarte, con eso te diagnostica y chau problemas, pelotudo”, le insiste.

Sebastián no está convencido, no quiere quedar etiquetado. Se encuentra con Nico en la puerta de la facu. Entran juntos al aula, apenas tarde, el profesor ya explica el tema del día, los estudiantes escuchan, toman notas en sus notebooks. Las paredes blancas, inmaculadas de la facu contrastan con las politizadas, sucias, ruidosas paredes de la UBA. Nico empezó su carrera de Administración de Empresas aquí, en la privada, Sebas no, antes hizo un intento en la UBA. No le fue bien ahí.

María mira a Nico desde su ubicación, con sus ojos pregunta: “¿las trajiste?”.

A eso de las doce, cuando las clases de la mañana aún no terminaron, el iPhone de Nico avisa que su madre está abajo, en la puerta de la facu, con las pastillas: “¿cómo estás?” pregunta ella, “bien, Ma, estoy apurado me salí de clase” responde él, toma la caja de Adderal, la mete en el bolsillo de su buzo, se descarta de su madre con un beso en la mejilla y regresa a su clase.

Ni bien Nico se mete en la facultad, ella retoma el camino en su Fiat 500 X. Tiene turno con la médica. La autopista rumbo al norte está desierta a esa hora, recién pasadito el mediodía. Aprovecha, en menos de 30 minutos ya está frente al consultorio. Ni comentarle a Ernesto. Cada vez que se entera, putea: “dejate de joder con las pastillas”.

Una vez le tiró dos cajas enteras al tachito de la basura. Ella luego las rescató, en secreto las sigue tomando, pero nunca más habló del tema. La médica le propone un nuevo tratamiento: “hay una nueva droga, da buenos resultados, adelgazás y sin rebote" dice la médica.

Ella se entusiasma.

Antes de poner en marcha el Fiat 500, escribe al grupo “chicas”: “Frugal se llama” avisa entusiasta desde su iPhone. “La doctora dice que es muy efectiva, adelgazás sin efecto rebote”, repite las palabras de la médica. Durante los próximos cinco minutos el iPhone no deja de sonar, las chicas comentan, algunas a favor, otras en contra. Su info de la primera tarde fue un éxito, pateó el avispero del grupo. Feliz por eso, y ansiosa por ver si el Frugal confirma su promesa, busca una farmacia mientras transita de regreso a casa.

El iPhone lanza el sonido de Ernesto. “¿Qué hacés?” pregunta. Ella responde: “camino a casa”. Ernesto no se molesta en leer su respuesta: las dos tildecitas quedan en color gris, no se vuelven celestes para avisar que el mensaje fue leído. Ya estará en otra cosa, se conforma ella.

La luz roja de un semáforo la obliga a detenerse.

Ve a tres de esos: un pibito de menos de doce años se ofrece a limpiarle el vidrio, otro limpia el del auto vecino, un tercero está sentado en el cordón de la vereda. Aspira algo de una bolsita de nylon. Faloperitos, piensa. Acepta la limpieza del parabrisas, no porque lo necesite, sino porque teme que, de negarse, esos le rayen el auto o le rompan el espejito. Busca veinte pesos en su billetera, abre el vidrio del Fiat apenas lo suficiente para que pasen sus dedos con el billete, no vaya a ser cosa que le manoteen algo si abre demasiado la ventanilla.

Tendrían que sacar a esos de las esquinas.

Recuerda el reportaje de la tele: droga y marginalidad, tenía razón la escritora, piensa. La luz verde la tranquiliza, retoma la marcha. Un cartelito con una cruz, luminosa que titila, avisa que encontró una farmacia.

Estaciona, compra el Frugal y regresa a su Fiat 500.

Con su iPhone, fotografía la caja del medicamento y lo envía a las del grupo “chicas”. “Es este” agrega luego de la foto, por si alguna de ellas también quiere probarlo. Antes de poner en marcha su auto, vuelve a mirar su iPhone, Ernesto aún no dio señales de vida. Insiste, usa de excusa la cena: “¿qué querés cenar hoy?”. Aparece, “lo que quieras pero vuelvo tarde acordate” responde. Lasagna, decide ella, mientras sube a la autopista camino a su casa.

La lasagna es su fuerte.

Al entrar al country, espía el iPhone, Sonia, de “chicas”, le escribe por fuera del grupo: “q bueno ya compré el Frugal”. Le responde con el iconito de pulgar hacia arriba mientras estaciona frente a su cochera. “Gracias por el datito” insiste Sonia y ella, contesta con el iconito de un corazón verde, pero antes de enviarlo se arrepiente, lo cambia por el corazoncito azul. El verde está contaminado, a ver si Sonia piensa que ella es una abortista. 

Nada de verde en estos días, se recomienda a sí misma.

Patricia, del grupo “chicas”, pregunta: “¿no es un amor? Lo encontré perdido, si no aparece el dueño, ¿alguna lo quiere?”. El siguiente whatsapp es la foto de un perrito, simpático, con pinta de callejero, que Patricia ofrece. Revisa su heladera, para ver si tiene todos los ingredientes para su especialísima lasagna. El iPhone no para de sonar, las “chicas” comentan la foto del perrito, supone, porque no mira los mensajes. Desde la cocina escucha el televisor de la sala, un Sony 75 pulgadas que Ernesto compró para el mundial, 4k, hermoso. Hablan de un allanamiento, encontraron cocaína en una de esas villas de por ahí. 

Ella busca una sartén, piensa en el horror de la droga.

Menos mal que a ella no le tocó, que Nico no agarró para ese lado.

Sonia, del grupo “chicas” vuelve a escribirle: “cómo la tomo”. Se refiere al Frugal, obviamente. Ella con su iPhone fotografía las indicaciones, de puño y letra de su doctora, y se las envía. Treinta segundos después, aparece una carita con dos corazones que reemplazan a los ojos, como respuesta.

La tele sigue mostrando la casita de la villa donde esos vendían cocaína. Tendría que empezar ya con la lasagna.

Las imágenes de la tele la perturban.

Que horror lo de la droga, piensa, y se pone a cocinar.

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Más cuentos, crónicas y relatos: acá.




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El primer capítulo de mi libro 
"El Mar Vacío: crónica de un bisnieto", 

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