“Olavarría, Argentina”
(novela, se publicará todos los viernes un capítulo)
Nota Introductoria
Olavarría
en el año 1989 era, más que una ciudad pequeña, un pueblo grande. Los vecinos
en los barrios, e incluso en el centro, se conocían de toda la vida y saludaban
por la calle. Se andaba por toda la ciudad en bicicleta, a cualquier hora del
día o de la noche, sin que a nadie se le ocurriera advertirte de ningún riesgo.
Estaba exenta de peligros para el transeúnte. Aunque las viejas (y los medios
de comunicación, que no eran tan poderosos como en el presente) ya se quejaban
de que “no se podía dejar nada a mano” y las bicicletas desaparecían si no
quedaban bien atadas, no había problemas de inseguridad.
En
ese 1989, Eseverri, el padre, ya había gobernado. Volvería a gobernar. Todavía
no se había encaprichado con el puente de Colón y Príngles, ese esperpento de
hormigón armado, pero no faltaba tanto. Yo vivía ahí a la vuelta, en 9 de Julio
casi Hipólito Yrigoyen, en la casa de Blanca, que oficiaba de pensión, y
estudiaba trabajo social por las noches en la Escuela 8, de la calle Dorrego.
En
1989, Alfonsín se retiraba en medio de la hiper-inflación, y eso se notaba: en
los barrios humildes se hacía difícil comer todos los días. Pese a todo eso, la
distancia que separaba a pobres de ricos, en ese “pueblo grande”, era amplia
pero no irremediable. Tres décadas después, puede que los mundos en que viven
los más pobres y los más ricos, sean tan distintos cuan lejanos e irreconciliables.
Olavarría
era una ciudad de inmigrantes. Casi todos lo éramos, o lo habían sido nuestros
padres. Veníamos de Bolívar, Azul, Tapalqué, La Madrid, Laprida… Nosotros a
estudiar, otros a buscar laburo en las fábricas vinculadas a la extracción de
cemento o en las de cerámicos, como LOSA o Cerro Negro. Gauchos de pueblo que deseaban
transformarse en obreros industriales, como sueño de mejores sueldos y vidas
menos duras.
En
1989, ni en Olavarría ni en ningún otro lugar del universo, existía internet,
ni teléfonos celulares. Para hablar se usaba el teléfono fijo, que pocos
tenían, se escribían cartas para enviar por Correo, y los diarios se leían de
la única forma imaginable hasta ese momento: en papel, impresos en tinta que,
luego de un rato hojeando las páginas, dejaba los dedos manchados de tinta
negra.
La
marihuana, así con un halo de terrible misterio, todavía no había llegado al
menos a las calles con masividad. No digo que no existiera, ni ella ni otras drogas
más pesadas, porque el mundo las conocía desde hacía muchísimos años, sino que estaban
circunscriptas a un grupo pequeño, que no era visible en las calles. Las drogas
no eran un tema del que se hablara, todavía no habían generado el daño social
al que asistimos luego.
Patricio
Rey y sus Redonditos de Ricota eran una banda de rock and roll ya muy conocida,
con miles de seguidores, pero no el fenómeno monumental que sería luego.
Olavarría no estaba vinculada a la banda, ni a su líder como lo estaría después:
primero, porque un Intendente generó el escándalo de prohibirles actuar;
después, porque otro Intendente generó el escándalo de permitir que el Indio actúe
sin las normas básicas de seguridad para un recital cuyo público triplicaba el
de habitantes de la ciudad toda.
El
mundo era pequeño, Olavarría más pequeña aún. Los viejos, tendemos a pensar que
también más feliz, pero eso es sólo una severa distorsión de la nostalgia. Nada
era tan bueno como lo recordamos. Ni tan justo. También sucedían atrocidades,
como esta historia que escuché por aquellos días y recién ahora, treinta años
después, cuento.
* * *
El primer capítulo lo publicaremos aquí el viernes 15 de marzo, si querés que te llegue un aviso por mail: en la parte superior de la página hacé click en SUSCRIBIRSE y agregá un correo electrónico.
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