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Primera parte: Olavarría, Argentina
Capítulo 6
José Camilo Crotto es el nombre del pequeño pueblo
donde vive el matrimonio Domínguez. Un rectángulo de unas cuatro cuadras de
lado. No alcanzan a doscientos sus habitantes. Algunas viviendas vacías,
abandonadas. Taperas. Otras en uso, con habitantes tan gastados y antiguos como
ellas. Calles de tierra, grandes baldíos entre vivienda y vivienda, poblados de
pastizales y algún que otro eucaliptus. Los vecinos quedan lejos. El Renault 12
entra por una diagonal que deja ver al fondo la arboleda de la plaza. Un
paisanito avanza montado en una yegua blanca en dirección contraria al vehículo,
un grupo de gallinas y gansos cruzan despreocupados la calle, el chofer detiene
el auto cerca del gaucho:
-Buenos
días –saluda Soria- ¿la casa de los Domínguez?
El muchacho es más joven de lo que Soria calculó
desde lejos, no llega a los 18 años, con acento correntino responde: “disculpe
don, no soy de acá y no conozco a nadie, va a tener que preguntar en el
pueblo”. En el pueblo dice, parado a casi dos cuadras de la plaza, Soria
agradece. La escena se repite cien metros más adelante con una anciana que
barre una vereda de baldosones desnivelados. La mujer señala hacia el sur:
“donde se ven aquellos eucaliptus es lo de Donato Domínguez”.
Un hombre bastante viejo de botas de goma negra de
caña alta, grisáceas por el polvillo, da vuelta la tierra con una pala de punta
a un costado de la casa. Un caserón alto, de paredes descascaradas que dejan
ver los ladrillos asentados en barro. Donato debe ser ese hombre añoso que,
porfiado, da vuelta terrones de tierra con su pala. Pronto habrá allí una buena
huerta de acelga, lechuga, remolacha y demás verduras pronostica para sí mismo el
periodista echando un rápido vistazo al trabajo de Domínguez. Se nota que el
lugar volvió a habitarse hace poco tiempo, recién está limpiando el terreno. El
viejo no escuchó el ruido del Renault 12, pero su esposa si, antes de que el
periodista llegue a la tranquerita de alambre tejido dispuesto a golpear las
manos para anunciarse, una mujer atraviesa el marco de la puerta, abierta de
par en par.
Soria saluda y estira su mano derecha por sobre la
tranquerita de alambre tejido. La mujer hace lo mismo, el periodista siente la
mano ajada de la mujer estrecharse con la suya. “Tiene más de ochenta años”
piensa mientras se extraña de la amplia diferencia de edad con su hijo.
-Mi
nombre es Soria –se presenta-. Me manda el Gallego, me dijo que les avisaría de
mi visita, vengo de Buenos Aires, estoy investigando la desaparición de su hijo.
La mujer, Delia, corre el pestillo de la tranquera y
la abre: “sí, el Galleguito nos avisó, lo conocemos de chiquito”. Ya en la
cocina, le señala una silla. Donato también se sienta. Soria los mira, piensa
nuevamente: “tienen más de ochenta”. No se anima siquiera a asomarse al dolor
de esos viejos, que no entienden qué paso con su hijo. Entre los vidrios del aparador
ve la foto de un pibito de no más de diez años, morocho, en bicicleta, detrás
se guardan platos, vasos, una jarra de plástico. Una estampita de la Virgen de
Luján, otra de Ceferino Namuncurá y una foto en blanco y negro de Evita
acompañan la imagen del pibito de la bicicleta. Soria lo señala:
-¿Es
Jonatan?
Delia saca la foto de entre los vidrios del aparador
y se la pasa a Soria, que la mira.
Donato no habla, incapaz siquiera de pronunciar
palabra sobre su hijo. Ve un cenicero con un par de colillas, sobre el mantel
de hule floreado que cubre la mesa, entonces saca su atado de 43/70, convida al
dueño de casa. Ambos fuman.
-Fue
poco antes de que muriera su mamá –explica Delia.
-Pensé
que era su hijo… -interrumpe Soria.
-No.
Es nuestro nieto, le decimos hijo porque vivió desde los nueve años con
nosotros. Nosotros lo criamos. Mi hija se fue a Olavarría a trabajar de
empleada en una tienda, cuando faltó nos fuimos para que Jona terminara la
escuela, le faltaban pocos meses cuando no supimos nada más de él.
Soria indaga con cuidado de no herir sentimientos.
Es un periodista de la vieja escuela, no lastima a los débiles. Consulta con
sutileza, extrae datos con delicadeza. Pronto advierte que lo único que los
Domínguez pueden narrarle es su desconcierto, son transparentes, muestran lo
único que tienen: dolor, desorientación, desesperanza.
No entienden qué pasó.
Soria tampoco, por eso busca. Su curiosidad malsana
lo empuja a remover la suciedad escondida debajo de las alfombras para saber
qué pasó con esos pibes, esfumados en plena pampa.
En menos de media hora está nuevamente en Olavarría.
Escribe, a mano, en su libreta negra, su primera nota para publicar al día
siguiente sobre Jonatan, el pibe esfumado: el ascenso al micro en Olavarría,
las dudas sobre si bajó o lo bajaron. Pura especulación para la gilada. No
adelanta otros detalles, todavía no quiere contar, para no anoticiar al
comisario, que sabe lo del hijo de Graciela, el otro esfumado. No quiere que la
policía se avive que él ya tiene la data de que no es sólo uno. No puede decir
aún si se trata de casos vinculados o meras coincidencias temporales de hechos inconexos.
Los lugares y circunstancias son diferentes: la soledad de una laguna frente a
la superpoblación de un ómnibus de larga distancia, pero los une –más allá de
las circunstancias- un hecho claro: eran pibes pobres que se esfumaron, nadie
supo más de ellos.
Desde una cabina de ENTel dicta por teléfono la nota
a su diario en Buenos Aires sin mención alguna a las caballerizas ni al segundo
esfumado.
Cumplida la formalidad para dejar contentos a los
que pagan su sueldo, camina hasta La Gaviota, el bar donde suele parar el
Gallego. Esperará un rato, si no aparece recorrerá las largas cuarenta cuadras
que lo separan de las caballerizas. Economía de guerra decretó hace un mes
atrás el Presidente Alfonsín, Soria sigue el mandato al pie de la letra, no
tanto por voluntad propia sino por el mísero aporte económico de sus empleadores.
Un caserón alto, de ladrillos sin rebocar, con
“conejitos”, esas flores silvestres que crecen en las alturas de las viejas
construcciones. Un cartel de chapa, módico, informa sin mayores pretensiones:
“La Gaviota. Bar”. Soria atraviesa la puerta vidriada, único signo de
modernidad en ese local centenario. Saluda. El bolichero, detrás del mostrador
de madera marrón oscura, devuelve un “buenas tardes”, aunque ya oscureció.
Elige una mesa, no visible desde la calle.
La Gaviota es un buen nombre para un bar. Pide un
cortado y enciende otro de sus 43/70. Todavía los bien pensantes no tratan como
leprosos a quienes fuman, aún es posible para un fumador deleitarse con un
cigarrillo en un lugar cerrado sin que otro indignado cliente proteste a viva voz,
Soria puede lanzar el humo de su cigarrillo negro al aire sin culpas propias ni
reproches ajenos. No es el único, los otros dos parroquianos también pitan
despreocupados en el interior del bar. Todavía no son parias, pronto lo serán,
pero aún no lo saben.
Un ejemplar de El Popular descansa sobre una mesa
cuadrada, de madera oscurecida por los años. Soria lo leyó en la mañana, pero
no puede con el vicio de hojear cualquier diario que caiga en sus manos. Relee
los títulos, a veces los copetes, pero no más. Descubre un recuadro pequeño,
perdido en la página veinticuatro, que en su lectura matutina pasó
desapercibido: “Fuga de hogar”, lo titulan. En cinco líneas a una columna el
recuadro no brinda mayores explicaciones de lo ocurrido, pero da los detalles
necesarios para llamar la atención de Soria. Marcelo Ayala, de 19 años, dejó de
su casa hace tres días sin que se tenga noticias de su paradero. Escueto, pero
efectivo, hasta menciona el domicilio de sus padres: Dorrego y 25 de Mayo. Para
Soria es suficiente. El bolichero, ante la pregunta del periodista, completa la
información:
-Es
en el “Hotel Largú”, a diez cuadras de acá -indica.
El Largou es un viejo hotel abandonado. La
mishiadura empujó a que un grupo de familias lo tomara para usarlo como
vivienda. Sin electricidad ni gas, con las habitaciones desvencijadas como
estaban al momento del cierre del hospedaje, las familias viven allí desde hace
un par de años. El bolichero agrega:
-Ahí
no entran ni los milicos –advierte.
Soria, fiel a su costumbre, ignora el consejo, no
forjó su historial de periodista yendo sólo a lugares donde ingresa la policía.
La advertencia es prolijamente des-oída o, peor aún, oficia de estímulo para
que abandone presuroso La Gaviota y camine hacia el viejo hotel.
En la vereda tres pibes juegan con una pelota de
goma contra la pared; otros dos, más grandes, boludean sentados en el escalón
de mármol blanco de la puerta, bajo un cartel que, con la prosperidad de otros
tiempos, anuncia “Hotel Largou”. Soria pregunta por los Ayala, los pibes señalan
un cuarto del primer piso. Agradece e ingresa, atraviesa el zaguán, de pisos
mosaicos en tonos blancos, azules y bordó apenas iluminados por la luz de la
calle. El amplio patio interior deja ver, entre sombras, a su alrededor las
habitaciones de la planta baja y el primer piso. La oscuridad gana el espacio,
las luces de la calle son un reflejo lejano. Colgados de las barandas del
primer piso se observan sombras de ropa, sábanas y toallas. En la planta baja,
los tendederos se improvisan con cuerdas atadas entre las columnas del
edificio. A la derecha del ingreso, se adivina una escalera, con barandas de
hierro artísticamente forjado y peldaños de mármol blanco como el del ingreso.
Algunos de los peldaños ya no están. Soria sube lentamente, fija su atención en
los escalones, arrastra sus pies calzados con mocasines negros, cuando detecta
la ausencia del mármol blanco debe dar un paso largo para alcanzar el siguiente.
La oscuridad complica el procedimiento, su falta de estado atlético y el exceso
de cigarrillos agregan una dificultad adicional.
Nunca subir una escalera le insumió tanto trabajo.
Las puertas de los cuartos del primer piso están en
su mayoría abiertas de par en par. Sólo alguna que otra aparece cerrada, en
general con cadena y candado. Soria recorre el pasillo, uno de los pibes de la
puerta le grita desde el patio interior: “es esa”. El periodista golpea sus
manos al mismo tiempo que una mujer, de unos cuarenta años, morocha y
desdentada se asoma.
-Busco
a los Ayala –avisa Soria.
-¿Viene
de la policía? –quiere saber la mujer, mientras se asoma por el canto de la
puerta.
Soria está tentado de bromear sobre sus diferencias
con la policía, pero se abstiene: recuerda que la mujer denunció que su hijo
desapareció hace tres días. No es momento para jodas.
-No,
soy periodista, de un diario de Buenos Aires, vine porque leí en El Popular de
la ausencia de su hijo y me llamó la atención. Quisiera hacerle unas preguntas.
La mujer lo invita a pasar al cuarto, iluminado por
un sol de noche ubicado sobre una pequeña mesa, repleta de frascos y paquetes
de arroz, fideos, polenta, azúcar y yerba a medio utilizar. Ofrece un banquito
de madera para sentarse y ella ocupa el restante.
-Perdone
el desorden –dice la mujer, como disculpándose por su pobreza.
Soria hace un gesto con su mano derecha: no hay nada
que necesite ser perdonado.
-Los
milicos dicen que se fugó, pero no es cierto. Nunca se iría sin avisarme.
-Entonces…
-Soria quiere que se explaye.
-Se
lo llevaron, estoy segura de que se lo llevaron.
Marta Ayala cuenta lo último que sabe de su hijo
Marcelo: juntaba botellas, con su bicicleta y un carrito, pensaba salir rumbo
al basural, pero Marta no puede afirmar con certeza si, a último momento, no cambió
de destino.
-¿La
policía encontró la bicicleta y el carro? –indaga Soria.
-La
policía recién ahora lo busca, pero con pocas ganas. El primer día no hicieron
nada. Dicen que para una fuga hay que esperar veinticuatro horas. Les dije que
no era una fuga, pero no pude convencerlos.
Soria especula para sus adentros: el carro aparecerá
en las próximas horas. Marta radicó la denuncia de la desaparición de su hijo
en la comisaría que corresponde a su domicilio: la Primera. Camina desde el
hotel tomado hasta esa sede policial. Ingresa al caserón, de dos plantas. A
diferencia de la Segunda, que parece una casa de familia utilizada como comisaría,
la Primera tiene la potencia edilicia de la institución. La policía, en tiempos
de los conservadores, utilizaba los mismos planos para sus edificios en toda la
provincia. La Primera, es una prueba de ello, similar a decenas de comisarías
de decenas de municipios bonaerenses.
Como en la mañana, en la Segunda, apenas ingresa al
hall de entrada el milico de guardia pregunta:
-¿En
qué puedo ayudarlo?
Soria espera que las similitudes acaben: no desea
que, a la hora de marcharse, pase frente a él otro sargento gordo amenazándolo.
Serían demasiadas coincidencias, Soria no cree en ellas. “El comisario no está”
avisa el de la guardia, pero le ofrece hablar con el oficial de servicio.
-Mendoza,
mucho gusto –estrecha la mano el oficial, vestido con ropa azul de fajina.
La oficina, despoblada de cuadros y adornos, acaba
de recibir una mano de pintura de un celeste demasiado vivo. Mendoza se sienta
en un sillón de madera con almohadones y ofrece a Soria una silla más pequeña
de igual estilo. Las paredes, hasta el metro y medio de altura, están
recubiertas con un friso de machimbre barnizado con el objetivo de ocultar la
humedad que la casona sufre. Soria explica el motivo de su visita. Mendoza se
esfuerza en parecer activo, sabe que está frente a un periodista, y de Buenos
Aires. No quiere su nombre en una nota crítica del accionar policial.
De la bicicleta y el carro dice: “recién apareció,
camino al basural, cargado de botellas”. Del pibe dice: “lo estamos buscando,
hacemos nuestro mayor esfuerzo”. De Julio, su colega de la Segunda, dice: “es
un amigo” pero el rictus de sus labios al mencionarlo convence a Soria de que
no lo es tanto. La competencia no siempre es limpia en “la Fuerza”.
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