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"Olavarría, Argentina" - Capítulo 7


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Primera Parte: Olavarría, Argentina
Capítulo 7
En la mañana de su tercera jornada en Olavarría, Soria dicta telefónicamente su reporte al diario: la segunda nota sobre lo que comenzó a llamar “los esfumados de Olavarría”. Como en el refrán, le pega al perro para que aparezca el dueño. Mañana, cuando lean el artículo habrá jaleo. Él, por precaución, ya no estará aquí. Será un día movidito, pronostica el periodista con risa sarcástica. Provoca con el título que sugiere: “No es uno, son tres los esfumados de Olavarría”. El titulador del diario decidirá si acepta la sugerencia, pero la nota desarrolla esa línea argumental: cuenta que los pibes esfumados son tres, con modus operandi similares. Algo raro pasa en Olavarría. Cuando el periódico esté en los kioskos el perro recibirá los golpes, Soria estará atento, a la espera de que aparezca el dueño, pero para eso aún faltan veinticuatro horas.
Graciela putea. La leche no alcanza para el desayuno de los pibes que empezarán a llegar al comedor en pocos minutos. Al mediodía no cocina, los pibes almuerzan en los comedores de sus escuelas, pero ella ya planifica la cena: cuenta los paquetes de arroz, mira la verdura. Tiene que preparar comida para unos cincuenta chicos, y varias madres.
            -Avisales que con esto no llego, que manden lo que tengan.
Su voz suena imperativa, la orden parece dirigida a un flaquito de unos cuarenta años, que fue obrero en Cerro Negro y ahora hace changas de pintura. El flaco asiente silenciosamente, sabe que él no es el destinatario del enojo de Graciela. Ella pensó en el gobierno cuando eligió el tono molesto de su frase, eso quedó muy claro. El flaquito entiende esto, se sube a la bicicleta y enfila por la calle Rivadavia, rumbo a “Bienestar Social”, como le dicen, a ver si los funcionarios municipales le proveen los alimentos faltantes. Graciela se sienta en un banco largo de madera, apoya los brazos sobre el tablón que hace de mesa, parece a punto de caer vencida. Pero no. Un nene de unos seis años se asoma tímidamente:
            -Allá Teresa te da la leche, mi amor –le indica, ya está de nuevo en carrera, sobrepuesta de ese instante fatídico donde “quiere tirar todo a la mierda”.
Motivos no le faltan.
Soria elige el otro lado del tablón, exactamente enfrente de ella. Graciela pide disculpas por el fin abrupto de la charla del otro día. “El Gallego ya me aclaró”, explica para dar por cerrado el desencuentro. Soria asiente en silencio.
-Son tres –le dice, ambos saben de qué habla.
Soria enciende un 43/70 y se corrige:
            -Al menos tres…
La mujer escucha pacientemente la historia de Marcelo, el pibe del Largou, Soria establece paralelismos con la desaparición de Carlitos. Ella es curtida. Las militantes pobres tienen el cuero duro, piensa Soria, mientras mira al chiquito que toma su taza de leche, con dos rodajas de pan, en el otro extremo del tablón que hace de mesa.
Soria sintetiza verbalmente el contenido de su nota en el diario de mañana. Compara las situaciones de los tres esfumados: similitudes, diferencias. Le explica dónde ubicar a Marta Ayala, la madre de Marcelo, le cuenta de los Domínguez y su viaje a Crotto.
            -Conviene que se junten, vos tenés más garra, te va a tocar liderar la cosa –aconseja.
Graciela la ve difícil, no está convencida. Está la policía, y otros de “más arriba”. Duda. Soria termina su cigarrillo, le ofrecen un mate con demasiada azúcar. Al sentir el agua exageradamente dulce en su paladar hace un involuntario gesto de desagrado, pero se esfuerza en terminar el mate, para devolverlo con un “gracias”. Cuando Teresa se aleja, Soria pregunta:
            -¿Por qué el Gallego me tira data que afecta a su amigo comisario?
            -Es una pelea antigua, cosas de viejos chotos –Graciela no quiere contar pero Soria insiste:
            -¿Qué fue? Vos sabés bien…
Da un par de indicaciones a Teresa, la otra mujer en la cocina. El comedor es una especie de galponcito, tipo garaje, largo y angosto. Ni bien se ingresa está el tablón y los bancos; al fondo, la cocina improvisada, un cuartito de más atrás hace de despoblada despensa. Un vecino prestó el lugar, otro la cocinita y un tercero el envase de la garrafa, la Municipalidad pone algo de los alimentos, siempre menos que los necesarios. Los de la Sociedad de Fomento también aportan un poco. Nada alcanza.
Soria insiste…
            -¿Qué fue?
            -Una pelotudez… –desembucha Graciela-. Tipos grandes que terminan peleándose como pendejos.
Soria no se conforma. Es periodista, curioso, obsesionado por conocer datos, por inútiles o irrelevantes que parezcan. Graciela lo mide, mira a ambos lados: el nene ya terminó su tasa de leche y partió rumbo a su casa, Teresa lava las papas en el patio, nadie más puede escucharla, entonces se decide:
            -Como decían las viejas: cosas de polleras –suelta.
Soria hace un gesto de incredulidad. Dos amigos de la infancia, metidos en el fango del submundo… ¿se pelean disimuladamente por una cuestión de mujeres?
“No te creo”, responde.
Piensa que la mujer está inventando una historia para ocultar la real.
            -Creerme o no es cosa tuya –se molesta Graciela-. Yo te digo lo que fue, me importa un carajo si me creés o no.
Y cuenta:
            -El turro de Julio todavía no se apioló de que el Gallego te tira información, porque tampoco sabe que está enojado.
Soria, enciende otro 43/70. Evita intervenir, la mujer se dispone a largarlo todo y él no piensa dar un paso en falso. Luego de un largo rodeo, Graciela llega a lo que definió como “cosas de polleras”.
            -Cuando el Gallego estuvo casado, el comisario le cogía la esposa. Eso ocurrió durante varios años, sin que el cornudo sospechara nada. Recién se enteró hace pocos meses, cuando su mujer ya había fallecido, pero se la tragó: nunca le dijo nada a Julio. Creo que esperaba un momento propicio, ahora encontró cómo vengarse…
Soria sonríe, casi tristemente. En algún punto se identifica con el Gallego. Piensa en la traición y el rencor. Lo entiende, el rencor genera una energía potente, capaz de destruir cualquier vínculo, por estrecho que sea.
            -Así que el Gallego se la está cobrando… -dice como para sí el periodista, sintiendo en su boca el sabor de otras traiciones, más dolorosas para él, en las que participó como víctima.
Todavía duda: “¿no es demasiado caro el precio que le está haciendo pagar a Julio?”. Siente que hay otra cosa, que todo no puede reducirse a una simple pelea por una mina, a un orgullo vulnerado. Graciela responde alzando sus hombros, como diciendo “viste como son de inocentes los tipos…”
Soria regresará a Buenos Aires. Paranoico como todo buen periodista, no quiere sorpresas en el micro, desconfía de la policía local. Planifica su partida puntillosamente, hace correr discretamente la voz de que consiguió un contacto en Azul. Irá a entrevistarlo, para regresar luego a Olavarría, eso le cuenta al conserje del Hotel. Una vez en Azul cambiará de ómnibus e iniciará el viaje a la Capital.
Teme esperar en la Terminal, no desea ser “invitado” nuevamente a la Segunda, así que camina hacia la Estación del Ferrocarril, entra a la zona de andenes y, desde allí, carpetea la llegada del micro. Cuando observa que el coche de El Rápido asoma su trompa chata, agarra su bolsito y camina. Quiere subir al colectivo cuando esté a punto de mover. Cruza sin apuro la playa de estacionamiento de la Estación, ve desde lejos que el chofer de El Rápido ya corta los boletos de otros pasajeros. Hace un poco más de tiempo, hasta que sube el último. No ve patrulleros ni autos en las inmediaciones, lo tranquiliza esa ausencia. El micro se pone en movimiento, entonces Soria hace una carrera corta, no más de diez pasos apurados, como quien está llegando tarde, y estira su mano derecha: el chofer lo ve y frena. Soria, sube, agradece y se sienta en el primer asiento libre que encuentra.
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