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Segunda Parte: Oulu, Finlandia
Capítulo 8
Oulu es una ciudad encantadora.
Fría, habituada a la ausencia de luz durante gran
parte del año, transitada por ciclistas como toda Finlandia. Verde, luminosa, en
estos días de verano, pero blanquísima durante prácticamente todo el resto del
año. Jaakko la mira desde la ventana de su habitación, detrás de los cristales
de su ventana. No alcanza a divisar las aguas azules de la bahía de Botnia pero
a sus sesenta años no necesita verlas para sentirlas próximas, recién escapadas
del hielo que las atrapa cada invierno.
Jaakko Tarkka mira la vida desde su ventana. Si lo
observamos bien quizás ni siquiera la mira, apenas la recuerda. Busca en su
cabeza las viejas imágenes, sabores, olores que acumuló durante toda su
existencia. Sabe de cada centímetro de Oulu, conoce a buena parte de sus doscientos
mil habitantes. Navegó en la bahía hacia los islotes cercanos, transitó cada
cuadra, atravesó cada calle, en los helados meses de quince grados bajo cero
del eterno invierno y en los amables veinte grados estivales. Con las coníferas
cargadas de nieve y el piso helado o con los árboles en su esplendor primaveral.
Vio los techos blancos de nieve en febrero y las pinturas brillosas de los
techados en julio, de esas casas con paredes de madera, pintadas de azules,
verdes o amarillos llamativos.
Jaakko Tarkka ahora mira la vida desde su ventana.
No siempre fue así. En otras épocas, no tan lejanas,
permaneció largas horas de cada día en las calles, en las sendas ciclísticas
que recorrió cada mañana, cada tarde, cada noche. Oulu es la ciudad con mejores
sendas para ciclistas de Finlandia, dicen las informaciones estadísticas, pero ese
dato poco explica de las vivencias de Jaakko, que sabe de las bondades de las bicisendas
de Oulu por haberlas trajinado en su propia bicicleta: una Tunturi, adquirida
hace muchos años, cuando era un médico joven, apenas recibido, que comenzaba a
trabajar en el Hospital Universitario.
Jaakko es médico. Estudió allí, en la Facultad de
Medicina de la Universidad de Oulu. Su vida transcurrió en esas calles casi
siempre heladas, no se movió mucho por fuera de su ciudad natal, siempre estuvo
allí, en Oulu, su encantadora ciudad. Aún trabaja a pocos metros del mismo
lugar donde fue estudiante: la Facultad de Medicina y el Hospital Universitario
conviven en el campus Kontinkangas. Menos de mil metros separan las aulas donde
aprendió su profesión de su consultorio en el Oulun yliopistollinen sairaala
donde la ejerce. O, para ser más preciso, la ejercía hasta pocos meses atrás.
Los ciclistas pasan frente a su ventana, Katri su
enfermera llegará dentro de un par de horas. Hasta ese momento Jaakko se
mantendrá en silencio, no encenderá el equipo de música, ni el televisor, ni su
laptop… sólo observará a los transeúntes como envidiando la posibilidad de
pedalear junto a ellos. Muchos lo conocen, al verlo detrás de los cristales lo
saludan con un respetuoso gesto con la cabeza o levantando su mano. Otros pasan
concentrados en sus pensamientos, al ritmo acompasado de los pedales de sus
bicicletas, sin divisarlo en esa vivienda color azul claro, con ventanas
blancas y techo de chapas de zinc negras.
Oulu es una ciudad encantadora.
Pero detrás de sus paisajes cargados de la belleza
pura de las montañas, de la modernidad tecnológica del Rotuaari Promenade,
detrás de la alegre campiña durante el verano se oculta otra Oulu. Como si el
clima exterior, sus fríos intensos y noches eternas se trasladaran al interior
de las almas. Como si la soledad cayera sobre los oulués junto con la nieve y
se contagiara como un virus en las largas horas de ausencia de luz solar.
Katri, su enfermera, aún no llega, Jaakko la espera
para desayunar. Tiene hambre. Katri es puntual, está por llegar.
Jaakko desvía su mirada siguiendo a uno de los
escasos automóviles que pasan por la calle Puutarhakatu, es un Volvo V40, rojo.
Sin proponérselo, especula sobre los motivos que hacen que los automóviles
rojos no sean frecuentes en Finlandia. ¿No lo son? ¿De dónde sacó esa peregrina
idea? Inmediatamente recuerda que su primer vehículo fue un Volvo 66, de dos
puertas, que compraron con su Aada al cumplir un año de su matrimonio, era
rojo.
Fueron felices aquellos tiempos con Aada, aún la
extraña, aunque ya pasaron más de diez años desde su partida. Tal vez hizo bien
en irse, se consuela el médico finés, todavía joven, pero ya imposibilitado de
tomar su bote y remar surcando las aguas de la bahía rumbo a la isla de Varjakansaari
para pasar sus días de descanso en la cabaña que heredó de sus padres. Jaakko
comprende que la noche casi eterna de Oulu se filtraba por entre sus poros, la
oscuridad se apoderaba de su alma.
Aada, hizo muy bien en marcharse.
Comprende, pero igualmente piensa en ella todas las
mañanas, cuando al despertar se traslada penosamente hasta el sillón que ahora
ocupa, frente a la ventana de su casa de madera azul claro, mientras ve pasar
los transeúntes en bicicletas y espera a Katri, que aún no llega.
Los psicoanalistas deberían estudiar la incidencia
de ese cielo casi siempre plomizo durante los meses invernales en la
personalidad de los fineses, piensa Jaakko. Analizar si el frío acecha también
las almas, que recurren al alcohol, primero, y a la violencia, después.
Aada se marchó a Helsinki.
Jaakko, ahora, mira la vida detrás de una ventana.
Harta del mal humor de su esposo, de sus largas
noches de vodka Konkerkorva, de los golpes, de sus arrepentimientos y promesas
posteriores, siempre incumplidas. Cierto es que nada muy distinto vivían muchas
de sus amigas, y ellas se quedaron, siguen en Oulu con sus esposos, en sus
casas de madera pintadas de azules, verdes o amarillos llamativos, sentadas
frente a sus televisores ultramodernos, dispuestas a jugar con sus pequeños
nietos.
Aada eligió marcharse, él ya no se lo reprocha,
aunque todavía la extrañe.
Primero perdió a Aada, se refugió entonces en su
trabajo de médico: visitaba a sus pacientes, atendía en su consultorio, pasaba
largas horas sentado en este mismo sillón de cuerina negra, con una botella de
Konkekorva o de jaloviina tres estrellas al alcance de la mano. Después, la
enfermedad le quitó también eso: “nada de vodka ni licores” ordenó su colega,
el nefrólogo Aleksi Ahde. Esa sentencia lo dejó sin nada, sintió que todo había
terminado.
El Konkekorva le quitó a Aada, la enfermedad le
quitó el Konkekorva.
Lo condenó a la lucidez permanente.
A no olvidar la soledad, a no poder remediar su
pasada violencia, a mirar las calles nevadas del invierno o los brotes verdes
de la primavera casi siempre desde su ventana, limitado a cortos paseos por el
vecindario con su enfermera, esa insoportable.
Katri acaba de entrar. Jaakko escucha el ruido de la
llave en la cerradura de la puerta de entrada, pronto lo saludará y marchará a
prepararle el desayuno, más tarde aprovecharán el mediodía primaveral para hacer
un breve paseo de algunas cuadras, tantas como Jaakko logre aguantar, no serán
más de cuatro o cinco.
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